El huerto de mi padre
Nací en una pequeña aldea,
perdida en un valle,
rodeada de montes y manantiales.
Mi madre me parió en el lecho
en que con amor me habían hecho,
en una casa con dos rostros:
por delante da a la calle de la Soledad
y a una huerta por detrás.
Un día mi padre decidió vivir aquí,
pero él sabe que no está solo,
el corazón de su pequeña con él está.
Es imposible describir con palabras
todo lo que ven mis ojos.
Un huerto en invierno arrasado,
seco, pero lleno de vitalidad, en verano.
Edén eternamente soñado por todo humano.
Me gusta el olor a ropa tendida,
el trino de los pájaros
que bajo las tejas anidan.
Aquí reina el desorden y la armonía.
Los frutos de la higuera
que florecen en primavera.
El pequeño arroyuelo
que en otro tiempo regaba este suelo.
El sol radiante en la mañana,
las uvas que crecen en la parra.
Enfrente, veo grandes chopos
tambaleándose al son del viento,
están vivos, yo los siento.
Cuando se balancean
parece que quieren hablarme.
Nunca llegaré a cansarme
de contemplarlos todo el tiempo.
Sobre las casas, las tejas viejas.
Veo montes, veo eras.
A lo lejos diviso un camino blanco y polvoriento
cuyas curvas se pierden en el horizonte.
A la derecha, la alta y ascética
torre de la iglesia.
Desde aquí me despido de la naturaleza:
Adiós al árbol, adiós al monte,
adiós al agua y al horizonte,
adiós al pájaro que trina,
adiós a la pequeña ermita.
Desde aquí, lejos, pero cerca del mar,
adiós a mi pequeño mundo virginal.